El joven Kafka lucía una melancolía impecable: tez de nácar, ojeras de cobalto y el mechón azabache cubriéndole a medias el mirar de ámbar. Los progenitores, sintiéndose bendecidos con su feroz agudeza, lo bendecían a su vez poniendo siempre esa expresión de angustia y desaliento que evitaba que su refinamiento fuere contaminado. Sin embargo, en un descuido, el día llegó en que el niño supo qué edad tenía, y contraviniendo las expectativas que el mundo entero ponía en él, comenzó a actuar conforme a sus siete años.
Maliyel Beverido
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