Las praderas de la tela y sudor marcaron un territorio fúnebre. Quedé atrapado ante sus ojos, respiro su carne en mis manos y se fragmentaron en maniquíes de fría cirugía, de moderna oscuridad. Tuve que abrir la caja de alimento y rociarles en su panza los millares de almas risibles y torpes que se ocultaron ahí. Levantó su cabeza, maulló hasta ensordecerme y sacrifiqué aquellos espejos que un día, de felinos y payasos mágicos, sirvieron de cobijas cuando no retornaba de sus noctámbulas travesías adentro de mis piernas. Tuve que cerrarle la puerta e imaginar que siempre regresa dormida.
Luis Vega
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