6/4/09

LOS MUERTOS (VI)



Al abuelo le debo una disculpa. Murió cuando tuvo la certeza de que debía morir para preservar su independencia. Como en vida, lo dejó todo bien atado. Organizó hasta el último detalle de su entierro. Horas después de su deceso, un Mercedes fúnebre, lleno de coronas de flores -que él mismo había encargado- y un chofer ceremonioso vinieron a buscarnos a casa para llevarnos al cementerio. Al abuelo hoy le debo una disculpa: me reí sin parar durante todo el trayecto. Quizá fueron los nervios estúpidos, el pavor ante el abismo de un hombre meticuloso, mi abuelo. Tuvo la lucidez, con más de noventa años, y unas piernas que no le respondían, de dejarlo todo preparado. Los coches fúnebres fueron terriblemente puntuales, como mi abuelo a la hora de morir: un segundo antes de dejar de ser dueño de sí mismo. En aquella ocasión, ahora lo pienso, me reí por pura pena, porque nunca supe darle las gracias por su orgullo castellano. El que, en buena parte, he heredado.






Milena

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