La sentencia ejecutoria nos condenaba a mí, a Dimas y a ti.
Siempre te seguí de lejos, al pie de los cerros, detrás de las piedras, a las puertas de las gólgotas, a las orillas de los ríos.
En Cafarnaúm, Genesaret, Jericó, Judá y Galilea, siempre lejos, siempre oculto.
Aquella tarde en la hora sexta, cuando los lamentos del mundo sonaban como tempestad en nuestros oídos y las tinieblas nos vestían de túnicas oscuras, yo dije: ¡Sí... eres Dios!
¡Sálvanos a nosotros y sálvate a ti mismo!".
Tú... guardaste silencio.
Siempre te seguí de lejos, al pie de los cerros, detrás de las piedras, a las puertas de las gólgotas, a las orillas de los ríos.
En Cafarnaúm, Genesaret, Jericó, Judá y Galilea, siempre lejos, siempre oculto.
Aquella tarde en la hora sexta, cuando los lamentos del mundo sonaban como tempestad en nuestros oídos y las tinieblas nos vestían de túnicas oscuras, yo dije: ¡Sí... eres Dios!
¡Sálvanos a nosotros y sálvate a ti mismo!".
Tú... guardaste silencio.
Daniel Rincón
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