6/11/08

1969


Mi Padre enfermó por el veneno del tiempo. La vida era un parásito asesino que doblegaba su voluntad. La guerra lo había cansado. Dejó pasar el tiempo para que la llama de su espíritu muriera ahogada, simplemente se sentó en una mecedora crujiente y esperó la muerte, mirando al vacío. El mundo dejó de requerir que se levantara a trabajar, y entonces ya sólo necesidades inevitables lo hacían volver temporalmente a la vida. Hasta la comida tenía que ir a donde él, y el momento de tener que levantar la vista de su ensimismamiento era una violación a su santuario. Todo asunto que requiriera su atención era una molestia y hacía lo posible –casi siempre violentamente- para volver a ocuparse de la nada con la que religiosamente llenaba su tiempo. Esas interrupciones nos incluían a Rossina y a mí, sus hijos, por requerir tanto de él. Éramos la más grande de las molestias. Lo que mi padre quería era estar muerto, olvidado bajo un puente, y nunca nos perdonó que estuviéramos ahí, para hablarle, todos los días.



J. C. Álvarez

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