5/12/08

DURAZNO O MELOCOTÓN: LA DICOTOMÍA


Yo no soy de durazno, soy de melocotón. No puedo abstraerme con un durazno concreto, que me identifique como forastera. Mi paladar, mi tacto, mi nariz, mi vista, el rumor de cada mordisco, están enlazados a los melocotones de mi infancia. Amarillos, majestuosos, con esa pelusilla en la piel que tanto me recordaba al cutis triste de la abuela (sin expresión, errático). Ese melocotón que mordía y generaba un escalofrío, las encías fibrosas, la pulpa salvaje que estallaba en la boca y musitaba un déjame un poco más entre tu lengua y tu paladar. Está bien, te dejo, porque entre el melocotón y su caníbal se establece siempre una relación íntima. El jugo de la fruta, el que se escapa inevitablemente por la comisura de la boca, forma un río de gotas pícaras que alcanzan el cuello, y se meten por el escote, y una ya no sabe qué hacer con ese cauce libre, más que impulsarlo y volver a la turgencia de la fruta, y morderla de nuevo, y empaparse de veras. Luego, llega el hueso, el castigo, la superficie rugosa que repite a la lengua, eh, tú, descarada, que los placeres son efímeros, que aquí estoy yo para recordarte la textura de las piedras. De niña, el melocotón era el premio. Ahora me quedo con una lección pendiente: haced del durazno, melocotón; de la edad tardía, infancia libre; y de la picaresca de las gotas, un canto universal. Pero el cutis de mi abuela no se me olvida.



Mónica Sánchez

1 comentarios:

Iván Flores dijo...

Me ha parecido de los mejores microrelatos que he visto en este portal, el modo como abordas el tema me ha invitado a leerlo en más de una ocasión, Felicidades y ojalá podamos ver más cosas tuyas