24/2/09

LOS MUERTOS (I)


Cuando hacíamos el amor, yo quería a Rimbaud prendido en mi pelo. Y él, que era de Marguerite Yourcenar y su “Alexis o el tratado del inútil combate”, se reía de mi maldito malditismo: “No insistas, estás condenada a ser feliz”. Quince años después de nuestro último encuentro, comencé a sonreír con más frecuencia. Entonces, quise hacerle partícipe del cumplimiento de mi condena. Busqué su teléfono, el de los tiempos donde todo era agua y nos besábamos clandestinamente en casa de sus padres. Pregunté por él, le nombré después de tantos años sin hacerlo. Primero hubo silencio; siguió la herida: “¿Quién le llama? ¿Pero no sabes que está muerto?”. Colgué y caí maldita sobre el sofá. Al poco me levanté, busqué el cinturón que él me había regalado con su primer sueldo, me lo ajusté a la cintura, bien prieto, y salí a la calle asumiendo mi condena. Luché por ser feliz la tarde entera. Se lo debía. A mi primer amigo muerto. Le arrolló un coche.







Milena

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